Tradiciones Mexicanas
Primera parte de todas las que hay durante el año

 

Degustando una pizza gigante de carne al pastor, mientras el queso se enredaba entre los huecos que forma la separación de muelas y el ligero sabor a carne al pastor (muy leve, por cierto), me imaginaba cómo eran estos días en mi infancia. Era muy importante buscar la ilusión perfecta que no se rompiera con el desencanto de recibir un juguete no deseado.

Los juguetes radioactivos no existían en ese entonces, los videojuegos caseros eran prácticamente inalcanzables, recibir dinero no era una opción, y siempre terminaba por consultar en diferentes puntos del universo a ver qué sería lo más factible que me regalaran mis papás el día de reyes (N del E. Nunca tuve la ilusión de Melchor, Gaspar y Baltazar, por lo que también por ese lado era rechazado por mis compañeros de cuadra, escuela y familia, súmale que ya sabía que soy puto...).

Recuerdo que mi primer gran regalo fue un triciclo APACHE cuando cumplí los cinco años. De ahí en fuera, no volví a tener un regalo comparable al de los otros niños, sino hasta que cumplí veinte, cuando papá ya se daba el lujo de regalarnos cosas sustanciosas, así que pedí un "fuga de uvas". Menciono también que no hacía carta a Los Reyes para no sentirme defraudado cuando llegara el momento de buscar los regalos debajo del árbol.

En fin, papá siempre nos acostumbró a pedir lo que se podía pedir y no más (verbalmente). Si queríamos juguetes de última generación (¿recuerdas al fabuloso Fred, o la Pogo Ball y todos esos juguetes que nos hacían babear al verlos frente al televisor?) teníamos que trabajar para obtenerlos. ¿Quién, en su sano juicio, iba a trabajar podando el césped, tirando la basura o haciendo mandados a la tienda durante trescientos sesenta y cinco días, en las horas que los demás niños jugaban? Yo no pensaba desperdiciar mi juventud de esa manera, ¡claro que no!

Cuando tuve un nivel de conciencia más avanzado, sólo me dí cuenta que todos los adultos presumían lo que "Los Reyes" le traían a sus hijos, en una maratónica lucha de poner en evidencia qué tanto cariño los unía a sus hijos, a través del bolsillo.

Durante casi todo enero, la plática principal en todas las conversaciones de calle empezaban con: "¿Qué le trajeron Los Reyes a tu (s) hijo (a, s, as)?". Por supuesto que, quien soltara la pregunta venenosa, tenía las de ganar sobre el otro porque así podría identificar qué compró el oponente y salir victorioso de la pequeña pero incesante chinga que se le acomoda al más cercano.

Mientras los papás se preocupaban por quedar bien en el entorno social, más allá del veinte de enero, los niños solamente teníamos una cosa qué hacer ese mes: el día siete, ocho, nueve o diez, dependiendo del que fuese día de escuela, pedíamos permiso al profesor (y a los papás, por supuesto) para llevar nuestros juguetes a clases y presumirlos durante el recreo. La fiebre del juguete nuevo terminaba al día siguiente, cuando los demás niños envidiaban los nuestros y nosotros envidiábamos los de otros (en mi caso siempre pasaba esto último).

Esa tradición no ha variado en nada. Aunque claro, ahora el niño no puede cargar su Playstation 2 o su XBox a la escuela porque regresa con nada. La niña ya no lleva a la Barbie en la mochila porque sabe de antemano que sus compañeras terminarán desgreñándolas a las dos. Por supuesto que los papás, por salud mental, tampoco permiten que los juguetes salgan de casa, es mejor que el amiguito o amiguita vaya a verlo en su contexto llamado Mi Habitación y de ahí no sale (aquí nace el fomento a la envidia acrecentado y se evita la mentada de madre porque el niño perdió o le robaron el tesoro que tanto dinero costó, algunas veces, que tampoco se pagó en su totalidad.).

Y mientras la cocacola hace que mi peristalsis conduzca rápidamente la pizza a su destino, pienso en lo maravilloso que sería hacer mi primer carta a Los Reyes... sí, esa carta la daré personalmente a cada uno de mis Reyes Magos, que no son tres pero también pueden cumplir deseos.